(retomando la pluma)

Ideas

Hace cinco años tuve una idea: quería estudiar un posgrado fuera de mi país. Busqué, investigué, pregunté y decidí que sería buena idea ir a conocer la ciudad donde se ubicaba mi universidad de ensueño, es decir, Boston.

En las inmediaciones de la facultad, donde tomaría unas cuantas clases de oyente, vi a mucha gente corriendo. Pensé que era normal, puesto que estaba en un ambiente universitario. Sin embargo, horas más tarde me enteraría de que Boston es una ciudad de corredores.

“Te gusta correr? Aquí todo mundo corre”, dijo Tatiana, una paisana que llegó a la reunión que teníamos programada un par de minutos tarde pues precisamente venía de dar un trote alrededor del Charles River. Y mencionó el famoso maratón de Boston. Un maratón. 42.195 kilómetros. Y yo que me creía mucho por correr seis kilómetros diario. Un maratón… Palabras mayores.

Volví a México pensando que las personas que corrían maratones debían estar medio locas y me daba mucha curiosidad qué llevaba a tanta gente a querer correr tantos kilómetros en un día. Con ayuda de Wikipedia, supe que se necesitaba calificar a ese maratón en específico, era un proceso muy competitivo. Me horroricé. Si un maratón ya sonaba a falta de cordura, tener que correr por lo menos uno antes de poder participar en el de Boston era doblemente horripilante. No, esas cosas no son para mí. Yo solo corro por diversión.

Límites

Casi un año después, a semanas de irme del país e inmersa en una etapa de adrenalina, retos y emociones ante lo desconocido, agregué un medio maratón a la lista. Me salió de la nada. Quise hacer algo diferente, empezar a ver hasta dónde podía llegar. Para esa época, ya llevaba varios meses corriendo religiosamente 10 kilómetros al día y en el trabajo me decían que correr 21 kilómetros para mí ya no sería tanto. Así que me inscribí a una carrera, la más próxima que encontré, y sin buscar entrenamientos en línea, empecé a correr poquito más cada semana. El día de la carrera, a mi que era muy inexperta, me fue bien. Durante el trayecto, se acercó un individuo a felicitarme por cómo corría y me dijo que “me iba a soltar porque ya lo había quemado”. No entendí nada de lo que me dijo… jerga de corredores!

Al terminar la carrera, habiendo empezado hasta atrás porque llegué tarde, esquivando a los estorbosos que van como tortugas y viendo que el reloj marcaba 1:38 (que en tiempo neto fue 1:33), experimenté por primera vez lo que era lograr algo que no esperaba de mí misma, algo mucho mejor. Sentí que podía llegar más lejos y me dio curiosidad saber en dónde estaba ese límite que no encontré en medio maratón.

Ideas (revisitadas)

Ese nuevo límite lo encontré el año pasado, cuando también de la nada, quise un nuevo reto, algo distinto y desafiante que me hiciera salir de mi indiferencia a todo, que me hiciera sentir viva. Así que comencé a considerar inscribirme a un maratón. Lo comenté a algunos conocidos y todos coincidieron en que sí podría sin problemas terminarlo. Eran ya los últimos días de diciembre. Me inscribí a un maratón que se realiza el segundo domingo de febrero de cada año. Seis semanas, no podía fallar ni un día. La aplicación que uso para correr incluía un programa de entrenamiento de 16 semanas que acorté a seis. Calificar a Boston en ese primer maratón sonaba solo como un sueño. Calificar a Boston… en mi primer maratón? No creo, seguro tendré que correr otros más. Mi yo de cuatro años atrás hubiera pensado que estoy loca.

Finalmente sí logré la calificación al Boston en aquel primer maratón, el de Austin de 2016. Ello me hizo sentirme fuerte e invencible. Puedo hacer lo que quiera, siempre y cuando lo quiera lo suficiente, pensé. Y con esas sensaciones vinieron meses de intensidad, de buscar más e intentar superarme a mí misma. Corría más, y busqué quién me entrenara porque tal vez con entrenamiento formal podría bajar aquel 3:19.

Hasta aquí

Y quizá esas ansias incontrolables por ser más veloz, quizá mis fallas técnicas al pisar, quizá la intensidad, o quizá todo combinado, me condujo a ignorar a mi cuerpo cuando (otra vez) me lesioné. Dejé crecer una lesión cuya consecuencia fue impedir que continuara mi entrenamiento tres meses antes del maratón de Boston. Cuando faltaban seis semanas para la carrera y seguía sin poder correr, tiré la toalla con mi meta, que era reducir mi tiempo. Estaba tristísima, de malas y frustrada, ocultándolo tanto como me era posible. Un mes antes de Boston, empecé a retomar el entrenamiento, lo que poco a poco me hizo volver a un estado de alegría y esperanza, quizá demasiada, que me hizo sentirme fuerte y me condujo a pensar que mi meta original no era tan inalcanzable. Sí puedo mejorar mi tiempo, pensaba. Aunque solo sea un minuto, pero sí puedo…

El maratón de Boston

Hasta que me alcanzó la realidad. Y el clima. Y un cubo de hielo.

Con ese mes de entrenamiento, estaba lista para correr medio maratón. Pasando la primera mitad ya me sentía agotada. Mugre sol, me cansa. La memoria muscular indica que incluso después de varias semanas de no ejercitarse, el cuerpo recordará su capacidad original. Y el mío recordaba que podía sostener cierto paso, sólo que olvidé decirle que sería por otros 21 kilómetros. Y 195 metros. No me fallaré, pensé. Me hidrataré y el clima no me vencerá! No estoy tan cansada, este calor insoportable no evitará que llegue a la meta.

Con esos pensamientos en mente, pude mantener un paso decente por otros buenos 9 o 10 kilómetros hasta que, en un puesto de abastecimiento, no me fijé en un cubo de hielo a medio camino que casi me tuerce el tobillo derecho. Logré evitar la torcedura y continué hasta que una extraña molestia que jamás antes había sentido, a la altura de la rodilla en la parte externa, me hizo comenzar a renguear. En ese momento no entendí qué pasó. Por qué? Qué hice mal? Estoy pisando muy fuerte? Llegaré a la meta? Mi familia debe estar cerca de aquí, no pueden verme así. Debo hacerme a la derecha. Ahora yo soy un estorbo de esos que van como tortugas. Y en el maratón de Boston! Horas después de la carrera comprendí que aquel tropezón afectó a mi rodilla.

El dolor físico creció. El golpe emocional estaba haciendo de las suyas. Llegué al siguiente puesto de abastecimiento y comencé a caminar. No vale la pena que me lesione sobre esta lesión, si tengo que salirme por este dolor, me salgo, ni modo. Creo que no soy tan fuerte, ni tan veloz, ni tan invencible. Tal vez esta meta no es para mí…

No. No debo abandonar el objetivo.

Aunque me arrastre, tengo que llegar. Y mi familia ha de estar desplazándose hacia la meta. Me habrán visto renguear? Qué mal que la primera vez que me ven correr lo esté haciendo tan mal. Como sea, aunque sea trotando, caminando, arrastrándome, pero llegaré. Quizá no soy tan fuerte, ni tan veloz, ni tan invencible, pero cruzaré la meta. Y no se supone que deba estar pasándola tan mal. No lloraré. A mí me gusta correr porque me causa felicidad. Sonreiré. Ya corrí más de 30 kilómetros, lo que queda ya no es tanto!

Un paso tras otro, ignorando a la molestia, comencé a trotar otra vez. Iba lento, muy lento. Otros corredores me rebasaban pero los asistentes sonreían, animaban. Y yo también comencé a sonreír, a verlos uno por uno. A buscar las cámaras. Y la molestia se redujo. Puedo acelerar. Un kilómetro más. Acelero más. No. La molestia vuelve a aquejarme. No vale la pena. Entraré a Boylston Street trotando y sonriendo. Porque al final del día lo más importante es no perder la alegría de correr. Y porque alguien que corre más lento está haciendo el mismo y a veces hasta más esfuerzo que un corredor élite. Es fácil abrumarse. Tantas cosas están pasando adentro y afuera, que es fácil olvidarse de que se es humano. Sin importar la capacidad de cada individuo, ni cuánto se haya entrenado, siempre habrá cosas que son incontrolables. Aún así, ante ello, siempre es posible decidir: quiero que aquello que está fuera de mis manos me afecte o me ayude? Yo decidí lo segundo. Sonreía a la gente, respondía a sus palabras de aliento, siempre recibiendo aún más buena vibra. Y así, trotando y sonriendo, crucé la meta de la carrera más aleccionadora de mi vida. Y mi yo de hace cinco años saludó a la loca yo de hoy en día.

Boston, siempre me enseñas algo. Y como todo y todos de quienes siento necesidad de aprender, volveré a ti.

Dedicado a Fer M.


Mientras escribía este post escuchaba el álbum Venice (2004), de Fennesz, mi amor. Échenle un oído.